lunes, 5 de marzo de 2012

Crónicas rojas (Cuento)

Aquel día no llegó el periódico como habitualmente lo hacía todas las mañanas. Rodolfo buscó por todos lados pero no pudo encontrarlo. Miró en el porche de la entrada. También buscó detrás de la hilera de matas sembradas al frente de su casa. Por ningún lado pudo encontrarlo. En su rostro se reflejaba la preocupación.  Si sus vecinos lo hubieran visto, habrían pensado que esperaba una gran noticia. Algunos se hubieran aventurado a decir que esperaba noticias de la recuperación de la bolsa de valores. Otros pensarían que otra vez estaría maldiciendo por la derrota del equipo local, lo que era contradictorio porque nunca lo vieron celebrando sus victorias.

Seguía buscando con insistencia. Al final desistió. Con paso lento regresó a la casa y con cuidado cerró la puerta tras de sí, sin antes echar un pequeño vistazo hacia el antejardín tratando de ver si había dejado algún lugar sin revisar.

Llegó a su habitación. Organizó su ropa sobre la cama, esa que desde tiempo atrás había seleccionado y que hacia juego con el mobiliario de la habitación. Muchas veces imaginó la composición fotográfica en la que esperaba que el fotorreportero capturara la iluminación tenue, con una atmósfera de misterio.

Abrió el closet y de la parte superior tomó el álbum en el cual había organizado con rigurosidad y extremo orden las notas que desde hace años había coleccionado. Si algún experto de Medicina Legal revisara su colección, encontraría que era más preciso en cifras, fechas y detalles que lo que eran los informes oficiales.

Lentamente dio vuelta a las cientos de páginas que había acumulado. Pasó sin detenerse por algunas de las notas. En otras fijó su atención, como en aquel caso en que dos jóvenes adolescentes saltaron desde un puente justo antes de que llegara su padre. Ambos fallecieron y su muerte seguía siendo un misterio. Muchos se referían a muertes con armas de fuego, algo que nunca hubiera elegido pues detestaba las armas. También había numerosos datos con muertes al ingerir venenos, pero el dolor que provocaban al hacer efecto desfiguraba el rostro y por ello muchas veces debían sellar los cofres en los funerales para que los familiares no sufrieran una triste impresión al ver el cuerpo. Igual se detuvo en el caso del hombre que trepó a la torre de transmisión de energía cuyo cuerpo quedó mutilado al recibir la descarga de trece mil voltios y que dejó una impresión duradera en los que fueron testigos del hecho por el olor a quemado de la carne.

También revisó el caso del médico famoso que había consumido calmantes en grandes cantidades para atenuar el dolor que le producía el cáncer en su rostro y se había encerrado en el garaje de su vivienda y dejó encendido el motor de su BMW 350 hasta morir por inhalación de los gases tóxicos. Muchas veces había considerado que era un método riesgoso, tanto por las rigurosas exigencias ambientales que regían en la ciudad,  las cuales hacían que los vehículos fueran más amigables con el ambiente y porque alguien podría llegar a último momento y sacarlo del auto, para luego llevarlo a un hospital y terminar con lesiones neurológicas graves que lo dejaran convertido en un vegetal humano.

Recordaba la muerte de Amy Winehouse, que al igual de la de Marilyn Monroe se suponía se debía a una sobre dosis de alcohol y drogas. Sin embargo consideraba que esta era una muerte muy trillada y tampoco serviría en su caso: Siempre estuvo en contra del consumo de drogas.
Recordó el caso de la mujer que había llevado a sus hijos donde su mejor amiga y había tomado a su bebé consigo, para luego dirigirse hasta el gran puente que cruzaba sobre la bahía, para saltar desde una altura de 20 metros. Este estilo tampoco le agradaba. Por un lado temía a las alturas y pensaba, además, que era un acto cruel con el recién nacido que no tenía la culpa de las malas decisiones de los adultos. A ello había que agregar que algunas veces no se encontraban los cuerpos debido a las fuertes corrientes que, en particular en invierno, tenía este lugar.

Mucho le había impactado la muerte de aquella bella modelo que se había arrojado desde un séptimo piso en uno de los más lujosos barrios de la ciudad. Siempre se creía que mujeres como esta tenían una vida sin problemas,  poseedoras de todo lo que quisieran y que el mundo se tendería a sus pies. Bien sabía, dada su profesión de siquiatra, que este tipo de mujeres era altamente vulnerable, en particular debido a la presión que los medios ejercían contra ellas haciéndolas sujetos sin posibilidad de equivocarse, llorar o actuar como cualquier ser humano. Para su propósito este método tampoco servía porque además de vivir en un segundo piso, temía a las alturas como ya lo habíamos dicho.

Muchas otras notas relataban diferentes casos. Muchos de ellos con muertes tan comunes como insulsas en sus métodos. Inclusive algunas llegaban a generar dudas entre homicidios y la decisión de dejar el mundo por decisión propia.  Así que seguía pensando en forma clásica y con estilo que había elegido para su partida.

Por última vez se dirigió hacia la ventana. Miró a través de ella y revisó que en el piso no estuviera el diario de ese día. No podía creer que luego de tanto tiempo de recopilar las notas de suicidio que aparecían en la crónica roja, este día hubiera llegado, y que actuaría tal y como se lo había prometido a el mismo: Que cuando el periódico faltara a la puerta de su casa, sería la señal para una decisión que rondaba en su cabeza desde hace tiempo.

Aquel día no pudo contener más la idea de su obsesión. Se dio cuenta de que al final, tal y como algunas veces lo había temido y otras deseado, había llegado su hora. Entonces tomó la cuerda, hizo el nudo tantas veces ensayado, fijó el otro extremo al gancho que se encontraba empotrado en el techo de su habitación, ese en el cual fijaba su vista cuando llegaban las noches de desvelo, y cuidadosamente ubicó la silla bajo sus pies.  Su cuerpo sólo se sacudió dos o tres veces y luego se balanceó suavemente hasta detenerse; una imagen que registraban las películas en blanco y negro; esa que le gustaba porque tenía un estilo clásico, sin escándalo, sin ruido, sin manchas de sangre en el piso que eran difíciles de quitar, sin ruidos como los que hacen las armas de fuego. Hubiera preferido hacerlo como Will Smith en la película  Siete Almas, pero no tenía una bañera y tampoco le agradaban las medusas. Quería hacerlo al estilo clásico, ese que ya muy pocos elegían.

Sobre la mesa de noche quedó el libro con los recortes de la sección de crónicas rojas y su carta de despedida, donde lamentaba que ese día no llegara el periódico, el mismo que al día siguiente no podría leer  con la noticia de su muerte, donde por fin sería el protagonista.

Nadie le dijo que el camión que transportaba los periódicos se había accidentado a seis cuadras de su casa y que un mensajero venía de puerta en puerta dejando el diario del día, que en su página preferida traía la noticia del suicidio de Verónica, un linda joven que había decidido quitarse la vida porque su novio la había dejado por otra.  Lo había hecho de una forma muy común en la ciudad: Se había arrojado a las vías del metro, con su vestido de grandes puntos rojos que luego se confundieron con las manchas de sangre sobre el tapiz de pequeñas piedras que soportaban las traviesas de los rieles. Esa sería la última vez que se publicaría una nota sobre suicidas, porque a solicitud de la empresa de transporte, debido al incremento de muertes en el sistema y para no incentivar este tipo de muertes, este tipo de notas dejarían de registrarse.